Por Maria Elena Ditrén
La historia del arte latinoamericano se expresa, en todas sus manifestaciones, por su riqueza y por su pluralidad. Una compleja realidad que hace que resulte prácticamente imposible el intento de construir un imaginario colectivo para delimitar toda la región, en términos artísticos y culturales. La importancia de lo contextual como eje discursivo en el arte latinoamericano del siglo XX le aporta en gran medida un sello de identidad. Tal como afirma el historiador y crítico de arte Edward Lucie-Smith: «También se está empezando a comprender que las artes visuales latinoamericanas están más estrechamente relacionadas con su entorno social y político que sus equivalentes europeas y norteamericanas».
Desde esa mirada, integradora y diferenciadora a la vez, interesa reconocer en Colombia un país de gran riqueza cultural donde, al igual que en el resto de América Latina, confluyen el componente ancestral de los pueblos originarios, el africano y el europeo. Un país marcado artísticamente, desde las primeras décadas del siglo XX, por la incipiente modernidad que inicia la ruptura con el academicismo decimonónico. En esos años se hace patente la influencia de algunos maestros de gran trascendencia que marcaron el devenir del arte de las décadas subsiguientes, haciendo trascender el arte colombiano y dándole un lugar dentro del panorama latinoamericano. Tal los casos de Alejandro Obregón, Edgar Negret y Enrique Grau.
Se inicia por aquellos años un proceso de modernización, con un ritmo desigual, que permitió el desarrollo de múltiples caminos de aproximación a la realidad. Esto desembocó en una fuerte tradición figurativa, fundamentada en gran medida en un sistema de enseñanza del arte que perpetuó por décadas un modelo fundamentado en el academicismo del siglo anterior, severamente conservador. Las décadas de los 50 y los 60, tanto en Colombia como en el ámbito internacional, se destacan por ser una época de gran convulsión política. En el plano artístico, este período devino en una ruptura generacional que permitió el surgimiento de nuevos medios y nuevas formas de expresión.
presión. Es en estos años cuando nace artísticamente Fernando Botero (Colombia, 1932 – Principado de Mónaco, 2023), uno de los creadores latinoamericanos de mayor renombre internacional. Fue pintor, dibujante y escultor. Conocido y reconocido ―pero también denostado― por el tratamiento innovador del volumen que aplicó a sus voluptuosas figuras, marcando su estilo inconfundible, con el cual trastocó el orden establecido y subvirtió el modo de representación de la realidad.
Sus inicios a los dieciséis años como ilustrador de periódicos locales lo definen como un artista precoz que encontró tempranamente su estilo, con obras en ese momento de carácter social. El año 1952 se destaca como un momento trascendental que marcó el inicio de una fecunda trayectoria, pues es en este año cuando gana el segundo premio del IX Salón de Artistas Colombianos con el cuadro “Frente al marˮ, una de las múltiples obras creadas en los meses que vivió en el municipio caribeño de Tolú. Un dato importante ya que no sólo implicó un reconocimiento a su talento, sino que también los recursos obtenidos por esta premiación le permitieron recorrer algunos países de Europa. Un viaje esencial a partir del cual comienza su etapa formativa de manera autónoma, realizando copias en el Museo del Prado de Madrid, iniciando también su educación formal en las célebres academias de San Fernando en Madrid y de San Marco en Florencia. Antes de establecerse temporalmente en esta última ciudad, estuvo en París, donde nace su pasión por la escultura.
En Madrid, a través del Museo del Prado, pudo conocer de primera mano la obra de muchos de los grandes maestros de la historia del arte universal, pero también allí entra en contacto por casualidad, a través de un libro, con la obra de Piero della Francesca y con la historia de la pintura italiana, referentes mencionados constantemente por el artista como de gran trascendencia en la definición de su trayectoria artística. «El Quattrocento fue una revelación. Quería comprender a Piero y para comprenderlo tenía que conocer todas sus raíces: Paolo Ucello, Domenico Veneziano. La pintura empezó a parecerme una cosa mucho más importante de lo que hasta entonces había creído; era una ciencia con reglas precisas y complicadas, reglas que no había podido ni siquiera suponer con anterioridad, pero que ahora quería conocer y dominar. Entonces cambié todos mis planes y en cierto sentido aquello cambió mi vida».
Esta fascinación de Botero por el arte del Renacimiento se da en plena mitad del siglo XX. Un momento en el que se están produciendo grandes cambios, en términos geopolíticos y socioculturales, que tuvieron consecuencias en el terreno de las artes. Se generan nuevos lenguajes artísticos –pos-Segunda Guerra Mundial– en un momento en que Nueva York sustituye a París como capital mundial del arte. En este contexto, la crítica Nubia Janeth González Ruiz, totalmente inconforme con su nuevo trabajo, lo cataloga como «pintor para museos», y le reprocha su distanciamiento de la vanguardia parisina y su extravío ucellesco.
Esto lleva a que Botero defina su «nueva pintura» de la siguiente manera: «Mi pintura actual constituye una reacción contra mi obra anterior bajo muchos aspectos. Reacción, primero, contra cierto sentimentalismo destructor de la forma, y cierta tendencia expresionista. Ahora mis inquietudes son distintas: busco superar la exactitud ambiental dentro de formas rigurosas, racionales e inflexibles, llenándolas de suprema calma espectacular».
Tras su estadía en Europa, retorna a América y entra en contacto en 1956 con el muralismo mexicano, cuando éste estaba en su etapa final. Encontró en México «la esencia de lo latinoamericano». El mayor influjo de este movimiento en su obra será el carácter monumental y la representación de la cotidianidad. Dos rasgos distintivos que acompañarán parte de su obra a lo largo de su amplia y dilatada trayectoria, lo que ha llevado a afirmar que es en ese país donde encuentra tempranamente su estilo. Un estilo caracterizado por la rotundidad de la volumetría, aplicada no sólo a la anatomía humana sino también al mundo de los objetos; por lo que ha sido calificado como «el pintor de los gordos», a lo que él solía responder: «No me creen que no he pintado una gorda en mi vida…».5 En este sentido, el estudio de sus obras permite apreciar que la exageración y la rotundidad de las formas responde a un interés por agrandar los campos para la aplicación del color. Asoció la abundancia con la belleza, por lo que su trabajo podría ser interpretado como una especie de tratado sobre la voluptuosidad y la sensualidad de sus figuras. Algo que el maestro reiteraba constantemente. Esta evolución se dio sin dejar al margen la figuración. Por ello decía la crítica argentina establecida en Colombia, Martha Traba: «Se desliza silenciosamente hacia la realidad».6 Traba fue fundamental para la reivindicación del arte latinoamericano y su puesta en valor en el plano internacional, y para el reconocimiento y la credibilidad de Botero y los artistas de mediados del siglo XX.
En el proceso de conformación de su identidad artística se radicó temporalmente en Nueva York, una etapa poco conocida de su trabajo, reivindicada en investigaciones recientes por el gestor, crítico e historiador del arte colombiano Christian Padilla. En ese período es evidente la influencia del arte pop y del expresionismo abstracto, tan presentes en el arte norteamericano desde mediados del siglo XX. Lo cierto es que apreciamos en Botero un artista estudioso de la tradición del arte occidental, de la cual se nutrió a través de las investigaciones realizadas sobre la obra de algunos de los más importantes maestros de la historia del arte universal. Estos se convirtieron en referentes imprescindibles, llegando incluso a representar obras icónicas, reinterpretadas a su manera.
Además de los mencionados quattrocentistas, también se interesó por otros artistas del Renacimiento como Leonardo da Vinci y Jan van Eyck, así como por el más importante artista de la pintura barroca española, Diego Velázquez. Otros referentes más tardíos son el español Francisco de Goya, el francés Jean Auguste Dominique Ingres, los representantes del impresionismo francés Edgar Degas y Édouard Manet, o el español Pablo Picasso. Con ello demostró su pasión e interés por el oficio, nutriéndose de la tradición sin dejar de cuestionar el academicismo. Creó una realidad diferente valiéndose de múltiples elementos plásticos y discursivos que aportaron a su obra la impronta que le valió el temprano éxito y la aceptación con que contó a lo largo de casi toda su carrera artística, hasta llegar a convertirse en el artista vivo latinoamericano más caro del mundo. En su búsqueda constante de la coherencia, en relación con sus inquietudes estéticas, no renunció nunca a la figuración, a partir de la cual creó obras que son fruto del dominio de la escala, la cual distorsiona con el fin de poner énfasis en cuestiones concretas dentro de la obra. También, de la aplicación de la perspectiva7 y el cuidado que puso en las composiciones, empleando recursos tan antiguos como la jerarquización de los personajes y los diversos elementos, con el fin de importantizar unos frente a otros, en un guiño al arte antiguo de Egipto y Mesopotamia e incluso al Medievo.
Su espíritu inquieto se constata en la gran variedad de temas que abordó en sus múltiples pinturas, dibujos y esculturas. Trabajaba con un entusiasmo casi obsesivo que lo llevó a realizar series temáticas que le permitían no abandonarlas hasta haber agotado el tema. Algunas de estas series son: El Circo, El Vía Crucis, La Tauromaquia, El Kamasutra, el cual abordó como «un tratado del amor», más que desde el punto de vista erótico, y los burdeles, en los cuales introduce la crítica social tan recurrente en sus obras. Otros temas de envergadura que trabajó de manera habitual y sistemática son la religión, las relaciones de poder en los diferentes estamentos sociales, la política, en parte como respuesta a las dictaduras de Latinoamérica. Realizó también desnudos, obras mitológicas y con el tema de la violencia. Todo ello impregnado frecuentemente de un tono humorístico y de crítica social.
Este interés por lo social ha generado multitud de investigaciones y estudios en torno a la violencia, convertida hoy en uno de los rasgos de la sociedad contemporánea. En América Latina, Colombia es un caso paradigmático; precisamente los años 80 marcaron uno de los momentos más complejos y difíciles de su historia reciente. Los medios de comunicación publicaban como nunca antes escenas de muerte y de dolor. La violencia en aquel momento se constituyó en un impulso para la creación artística en el ámbito colombiano en general, y de Botero en particular. Los artistas respondieron a esa realidad «desde su estado de conciencia más interior», en un proceso de encuentro con su realidad contextual, tendencia compartida, en aquellos años por muchos artistas latinoamericanos.
Mantenerse al margen de este importante drama vivido por décadas en Colombia no fue posible para Botero, quien, consternado por la muerte y el dolor causado por la violencia en su país, se vio compelido a tratar el tema, a manera de registro, como un documento sobre el momento histórico y sus consecuencias. Por ello retrató las secuelas de la guerrilla y el narcotráfico, mostrando crudamente el tema de los atentados, los secuestros y los asesinatos. Cuestionado sobre ese giro temático en su producción, afirmó: «Soy contra el arte como arma de combate, pero en vista del drama que sufre Colombia sentí la obligación de dejar un registro sobre un momento irracional de nuestra historia».
Movido por esta situación y con la intención de cambiar la imagen de Colombia, y contribuir en la proyección de la ciudad de Medellín como espacio de arte y cultura, entregó parte de su legado, en un primer momento en el año 2000, una colección conformada por 85 obras de su autoría y 21 de artistas internacionales que formaban parte de su patrimonio particular. Simultáneamente, Bogotá recibió una donación de 136 de sus obras, y otras 52 procedentes de su colección, desprendiéndose de obras de gran valor artístico y patrimonial, entre ellas cuadros de Pablo Picasso, Paul Gauguin, Pierre-Auguste Renoir, Salvador Dalí, Claude Monet, Camille Corot, Camille Pisarro, Edgar Degas, Henri Matisse, Marc Chagall, Toulouse-Lautrec, Max Ernst, Joan Miró, Gustav Klimt, Antoni Tapies, Max Beckmann, Robert Rauschenberg, Frank Stella, entre otros. La donación incluyó también obras de algunos de los máximos representantes del arte latinoamericano como Rufino Tamayo, Roberto Matta, Wifredo Lam y Joaquín Torres García. Expuso sus monumentales esculturas en espacios públicos, como la realizada en el año 1992 en los Campos Elíseos. Ningún artista vivo, ni siquie ra un francés, había tenido el honor de exponer en este espacio. Mientras, en 1999 tuvo el gran privilegio de exponer sus obras de arte público en la Piazza de la Signoria y la plazuela de los Ufizzi, en Florencia, dos de los lugares más emblemáticos de esa ciudad, cuna del Renacimiento. En el 2001 quedó inaugurada la Plaza Botero, conformada por una colección de 23 esculturas en bronce a escala monumental. Otro acto de generosidad del maestro con su natal Medellín.
Obtuvo múltiples premios y distinciones, en Colombia y en el extranjero, entre los que destacan el Premio Príncipe de Asturias de las Artes y el Premio Nacional de Cultura de Colombia. Entre sus logros hay que enfatizar la gran cantidad de exposiciones realizadas y de obras de su autoría pertenecientes a colecciones públicas y privadas alrededor del mundo, entre ellas la emplazada desde el año 2005 en la rotonda del acceso principal del edificio Malecón Center, en Santo Domingo, República Dominicana. Única en todo el Caribe.
n todo el Caribe. La trascendencia, la gran aceptación y la internacionalización de su obra hizo que se le considerara un embajador de la cultura colombiana en el extranjero. Fue el pintor vivo que más expuso en el mundo y está considerado uno de los mejores artistas latinoamericanos desde la Segunda Guerra Mundial.
«Como bien nos dice Edward Lucie-Smith, estudioso del arte latinoamericano del siglo XX: En cuanto a su fama, Botero es al mismo tiempo afortunado y desafortunado. De todos los artistas latinoamericanos vivos, es quizás el que más éxito tiene con el público internacional. No obstante, los críticos en general, al menos recientemente, pocas cosas buenas tuvieron que decir de él. A pesar de todo, debe haber una explicación para la tenaz influencia que ha ejercido en la imaginación del público, y ésta, a su vez, puede indicar que es de hecho un creador sumamente original , algo que un público masivo de un modo u otro siente, pero que los críticos han ignorado o no han sabido interpretar de manera correcta».
Esta actitud transgresora, de ruptura con el arte contemporáneo, confirmó su decisión de asumir en solitario los riesgos de su enarbolada coherencia en la defensa de sus convicciones y valores estéticos como parte del proceso de creación. En ese contexto cabe repensar a Lyotard al hablar del fracaso, hace décadas, de los grandes relatos, y cómo la pérdida de las grandes narraciones de emancipación, de progreso y de razón no eran el principio de una época de anomia, sino más bien un terreno fértil en donde otras historias aparecían y podían ser contadas. Este fue precisamente el empeño de Botero toda su vida, siempre a partir de la premisa de que «el arte es espiritual, un respiro inmaterial de las dificultades de la vida». Fue precisamente desde esa creencia en las posibilidades materiales y espirituales del arte que creó ese rico imaginario que partió de la temprana convicción de que «América Latina sigue siendo uno de los pocos lugares de la Tierra que todavía pueden transformarse en mito». Por eso, sus obras, entre el mito y la realidad, responden a un interés y una radicalidad intencionada sobre la volumetría y la figuración a la que nunca renunció. De este modo, el hombre que quiso representar el mito se convirtió en leyenda.